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Nuevas zapatillas
para trotar cual cabra por caminos monta�eros
El dios Mercurio llevaba alas en los pies, nosotros zapatillas
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Celebrando la adquisición de mis nuevas zapatillas, bajaba
yo a buen paso desde el Collado de la Dehesilla. Iba tan rápido
como me lo permitían los cascotes de diversos tamaños,
tratando de sortearlos o pisarlos como podía, evitando en lo
posible los escalones terrosos, que cuando menos te lo esperas te
regalan un resbalón que hace tambalearse el discreto edificio
de nuestra persona, amenazando con derrumbarnos sobre el camino en
alguna postura ridícula, que nunca he visto yo que las caídas
sean elegantes ni merezcan la pena.
Comparadas con mi precario equipo de esquí de infausto recuerdo,
estas zapatillas son el despiporre y uno se pregunta cómo los
tártaros de Ghengis Khan, pudieron conquistar un imperio sin
ellas. ¡Ah, claro, que iban a caballo! Plantillas de dos densidades,
control de pronación, amortiguación suprema, aislamiento
de las piedras, excelente tracción, tacos "agresivos"
diseñados para expulsar el barro, membranas de Gore Tex, durabilidad,
transpirabilidad, sala de billar, cuarto trastero, marcha atrás
y balcones a la calle... Igualitas que las zapatillas de esparto de
nuestros ancestros.
Estoy por afirmar que llegado el caso y con hambre suficiente, las
propias suelas pueden resultar apetecibles dándoles una vuelta
por la sartén, como si de una loncha de aromático tocino
se tratara.
Me pasa con las zapatillas como con la bicicleta, que por muy maravillosa
que sea, mucho titanio en su aleación, sillín supertierno
y absorbente para mitigar las pesadumbres culares, pues con tantos
rebotes y baches del camino, el culo se aflige. Por muchos amortiguadores
supersónicos, ruedas superfragilísticas y elastómeros
piramidales reforzados con intestinos de gusano de seda, al final
seguimos dando pedales como esclavos atados al remo. Seguimos corriendo
con nuestras piernecitas de araña, que no hay zapatillas por
prodigiosas que sean, que te impulsen como las botas de siete leguas
del cuento, que a cada paso que daban, siete leguas caminaban...,
pero viva el progreso y bienvenidas sean.
Que creo yo, que correr no correremos más, pero gastarnos pasta...
Me digo a mí mismo, que lo mejor en los descensos de montaña
es negociar la bajada con pasitos cortos y rápidos, lo que
se llama un pasitrote, como si estuviéramos pisando uva, o
mejor todavía, como si estuvi�ramos bailando claqué.
Seg�n esta teoría, Fred Astaire, además de maravilloso
bailarín, hubiera sido un tremendo montañero, sobre
todo bajando cuestas. Ya me lo imagino, girando vertiginosamente por
los recodos del camino taconeando sobre las piedras gordas y dando
pataditas a las pequeñas.
Hay personas, como nuestro amigo Angelito, a los que se les da como
hongos esta actividad. No me refiero a bailar claqué, que nuestro
amigo apenas tiene tipo de bailarín ni de "bailaor"
y además estoy seguro de que está muy contento de no
parecerse en absoluto a Fred Astaire ni en el color de los zapatos.
Me refiero a bajar desniveles al ritmo del "correcaminos"
(�mec, mec!). Para eso le ha dotado el Señor con unas ballestas
de acero a modo de piernas, y es una bendición verle comerse
las cuestas con su paso breve y rápido, y parece como que le
sabe a poco. Y es que cada uno tenemos nuestras gracias.
El caso es que bajaba yo con un ritmo más modesto pero tampoco
deleznable, por la cuesta del collado en dirección al Tolmo
(del tomate) y como se iba echando encima la tarde, me preguntaba
qué hora sería, pues hace lustros que en mi muñeca
no luce ningún reloj. Llevaba ya seis o siete horas caminando
como una cabra macho que rima con balón... El coche lo había
dejado a la entrada del parque y no en Canto Cochino, pues a la hora
que yo llegué por la mañana ya no se podía acceder
al parque si no era esperando a que otro coche saliera. Así
que decidí hacer la aproximaci�n a Canto Cochino a pata, cosa
que no suele ser habitual en nosotros que preferimos iniciar nuestras
marchas desde el interior de La Pedriza. Esta aproximaci�n transcurre
por un camino agradable que va cortando la carretera de ascensión
a Quebrantaherraduras en varios puntos. Según el cartelón
al inicio de la senda, el tiempo estimado para recorrerla es de dos
horas, pero me parece que la estimación es excesiva pues yo
tardé un poco más de una hora (y además a la
pata coja y de espaldas y con las manos en los bolsillos y...) Una
vez en Canto Cochino ascendí a la Dehesilla gracias a mi ingravidez
natural, y desde allí a Mataelvicial, para posteriormente pasar
por Navajuelos, hasta llegar a la pared de Santillán donde
trepaban la mitad de media docena de escaladores, que por convenio
internacional se acepta que son tres. Esta zona es preciosa y se cruzan
agradables jardines naturales en los que yo me sentía identificado
con las cabras, envidiando su capacidad circense para trepar por riscos
inauditos sin ni siquiera despeinarse. Todavía no hay arroyos
de leche y miel pero el ayuntamiento de Manzanares el Real está
en ello.
También abundan los caminos escabrosos ("es cabroso")
para las cabronas -dícese de las cabras de genio vivo y singular
tamaño que juegan malas pasadas a sus compañeras- aunque
en general son de natural apacible y a lo más que llegan es
a ser un poco "cabritas", ocasionalmente.
Como a veces vengo yo solo por estos lugares, alguien me sugirió
que me comprara uno de esos artilugios diminutos que contienen tropecientas
dieciséis canciones, para irme atronando el "coco"
por un m�dico precio. Pero me resisto. ¿En qué quedaría
el hermoso e impagable silencio que nos regala la naturaleza en estos
rincones? ¿No sería un sacrilegio llevar el ruido hasta
el último confín, incluso aun cuando el ruido -perdón,
música- no saliese de mi cabeza? Cuánto mejor es empaparse
de silencio hasta reventar. Bueno, quizá si llevase a Beethoven,
Vivaldi, Mozart, gentes todos ellos con un futuro brillante dentro
del mundo musical, quizás, digo, la ofensa fuera menor.
Mi salida en solitario obedec�a a que dos días antes había
hecho el mismo recorrido con Félix por la zona de Navajuelos
y trepamos a una especie de ventanota por un canalillo ascendente
y pedregoso (¡qué raro!). Para ello nos despojamos del
macuto, las gafas y una máquina de escribir que llevaba en
el bolsillo. El caso es que después de bajar y de vuelta a
la dehesilla, eché de menos las gafas e inmediatamente pensé
que estaban descansando al pie de la ventana esa. Posteriormente pude
comprobar que al llevarlas colgando del cuello, el cordón se
soltó y las perdí. Ni que decir tiene que no encontré
ni rastro de ellas. Sin embargo cerca de un paso que hay bajo unas
rocas, me encontré una br�jula estupenda y de no ser porque
yo guardaba la mía en lugar seguro dentro del bolsillo del
macuto, hubiera jurado que era mi brújula, pues era idéntica.
¡Qué bien!, exclamé palmoteando como un imbécil.
Venderé una y con el beneficio de su venta me iré dos
meses a todo lujo al Caribe, y las mulatas sabedoras de que aún
conservaba una brújula, harían cola para preguntarme
dónde está el norte. Todos sabemos el interés
desmedido que tienen las mulatas por aprender geografía. Al
ir a guardar mi reciente hallazgo, observé con ojos observadores
que el bolsillo de mi macuto estaba abierto. Llevaba un macuto muy
pequeño y el bolsillo atiborrado de ricas viandas estaba a
reventar, así que se abrió la cremallera por la presión
(o eso creo) y mi brújula salió al exterior a conocer
mundo. Ni siquiera tuve tiempo de cabrearme (otra vez con las cabras),
pues descubrí su pérdida y su hallazgo al mismo tiempo.
¡Adiós a mis vacaciones en el Caribe!
Pero volvamos al principio. Habíamos quedado en que me estaba
preguntando qué hora sería, bajando desde el collado.
Recordé los sabios consejos de Domingo para saber cuántas
horas quedan de luz. Estirando el brazo al frente y poniendo la mano
paralela a la cara, se cuentan los dedos que caben desde el horizonte
hasta la posici�n del sol. Se le asigna el valor de quince minutos
al grosor de un dedo (si mal no recuerdo) y de este modo contando
los dedos sabremos cuánto tiempo de luz nos queda. En mi caso
me quedaban como cuatro horas de luz y considerando que ahora anochece
hacia las nueve y media o un poco más, deduje hábilmente
que debían de ser las cinco y media de la tarde. Emocionado
por mis deducciones y pensando que Sherlock Holmes a mi lado era un
auténtico berzas, ardía yo en deseos de encontrarme
con alguien para preguntarle la hora con educación. Al fin
avisté a una pareja y les hice la pregunta:
- ¿Qué hora es por favor? - en mi cabeza, una cifra
sonaba como una campana, esperando oír: "las cinco y media,
las cinco y media".
- Son las dos, dijo una voz.
- �Mierda, mierda!, dije yo para mí.
- Gracias, ¡mierda, mierda! Me he cubierto una vez más
de oprobio e ignominia, como se decía antes. ¿Será
posible?
¿Queréis saber la verdad? La respuesta que antecede
es una peque�a broma. Lo cierto es que me dijeron las cinco cuarenta,
pero como ya habían pasado diez minutos aproximadamente desde
que yo hice la medición, el resultado, ¿sabéis
cuál es?... ¡Las cinco y media!
No quepo en mí de gozo, tendré que comprarme un anorak
mayor.
Ernesto Medina (30 de mayo de 2006)
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