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Adolescentes
en la montaña
La escasez forja el espíritu o cuando menos te abre el apetito
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No sé cómo llegamos allí dada nuestra carencia
absoluta de coche, aunque tampoco sé si en esto hay grados
de posesión, ni a qué viene matizar si la carencia era
absoluta o no. O se tiene coche o no se tiene y dejémonos de
pamplinas. Aunque quizá esto se deba a mi percepción
absurda de la realidad. Supongo que iríamos en autobús
pues los carromatos habían caído en desuso la semana
anterior. Entre la población había demasiados burros
pero pocos caballos. El llegar a la Sierra no era tan fácil
como ahora, pero llegar, llegábamos. Recuerdo que estando nosotros
en La Pedriza, Isabel la Católica hizo un viaje nada menos
que hasta Granada, en diligencia. Está visto que todo es ponerse.
La Sierra estaba prácticamente vacía de excursionistas
y sólo de vez en cuando veías a cuatro o cinco chavales
chalados (entre ellos mis amigos y yo) que sin cremas solares y con
un equipo lamentable nos lanzábamos a recorrer los caminos
de la montaña con más ánimo e ilusión
que conocimiento de la zona; en cuanto te adentrabas un poco, y en
caso de duda sobre un camino, casi no había nadie a quien preguntar.
Cuando nos perdíamos gritábamos y pataleábamos
y así resolvíamos el problema.
Hoy simplemente te limitas a seguir el reguero de hormigas humanas
que con frecuencia invade casi todos los senderos. Entonces� nos sentíamos�
exploradores en aquella inmensidad vacía;
había un cierto componente de aventura en nuestras salidas
y eso es lo que nos gustaba; descubrir una poza en algún recoveco
del río, aunque sabíamos que aquella charca ya estaba
allí� antes de que nosotros naciéramos, lo que ya es
remontarse en el pasado, y sin duda ya alguien la habría descubierto
antes. Nos gustaba esa sensación de sitio inexplorado y la
soledad y el silencio del lugar que para nosotros era como una cualidad
casi sagrada e imprescindible de la montaña.
A mi modo de ver esas largas caravanas o procesiones multitudinarias
no benefician a nadie, ni a la naturaleza en sí, ni� a los
propios excursionistas; todos sabemos que cuanto mayor el grupo mayor
la agresión al entorno pues es inevitable la compactación
de los suelos, que� acaban convirtiéndose en pistas polvorientas
y duras, por las que es poco agradable andar.
También está la contaminaci�n acústica, el deterioro
en mayor o menor grado de la vegetación y el abandono de alguna
basurilla por parte de algunos que, con el pretexto de que la naturaleza
acaba absorbiéndolo, no se avergüenzan de tirar cáscaras
de naranja y cosas por el estilo. Efectivamente la naturaleza acaba
absorbiendo determinados desperdicios, pero tarda muchíiiisimo,
como dice mi amigo Domingo, y cuando volvemos una semana tras otra
siguen estando allí, contribuyendo a convertir el lugar en
un muladar, cosa que nos desagrada a todos, incluso a los que dejan
las basuras, pero esto es inadmisible bajo cualquier punto de vista
sea el grupo grande o pequeño.
Naturalmente todos podemos ir al campo pero ¿por qué
al mismo tiempo? La masificación siempre conlleva problemas
que no existen cuando somos pocos. Un individuo es responsable de
lo que hace, de sus propios actos, pero cuando la acumulación
de individuos lo convierte en multitud, la responsabilidad se diluye
en la masa y nadie es responsable de nada. Creo que es Fernando Sabater,
el filósofo, o profesor de filosofía como dice él,
que dice algo así como: "Me interesa el individuo pero
huyo de la multitud".
Antes, en la montaña pod�amos acampar, hacer fuego con precaución
y cocinar... pero vino la masificación y los problemas, algunos
de ellos derivados de la falta de educación, falta de respeto,
exceso de ignorancia y... justo después, vinieron las leyes
con la varita de prohibir, prohibido acampar, prohibido cocinar, prohibido
entrar más de un cierto número de coches al parque etc,
etc.� Conclusión: la masificaci�n es nefasta para casi todo,
excepto para abonar los campos con sus deyecciones.
En mis primeras salidas, en los albores de la humanidad, recuerdo
que volvíamos con la cara roja como un semáforo y a
nuestro lado "Toro Sentado" parecía pálido
y descolorido, nuestro cuerpo terminaba quebrantado por acarrear varios
días un macuto cuyas varillas de hierro se nos clavaban en
los riñones y cuyo peso era invariablemente excesivo e innecesario,
pues estaba claro que podríamos haber prescindido de la mitad
de las cosas, entre ellas de una tienda hecha de hule que pesaba un
quintal y que, creo yo, fue la primera tentativa del hombre en la
creación del baño turco portátil.
La tienda era de fabricación casera hecha por el padre de uno
de los chicos, que era tapicero (el tapicero era el padre, el chico
todav�a no era nada y su cometido en la vida era hacer como que estudiaba);
durante el día el calor que acumulaba la tienda en su interior
era horroroso, insufrible para cualquier mortal excepto para Pepe
que era un amigo nuestro escuchimizado y paliducho.
Pepe debía de estar orgulloso de su color de pedo de vampiro
y para que no le diese el sol se pasaba las horas muertas tumbado
dentro de la tienda en la que fácilmente se superaban los 50
grados. Para nosotros sigue siendo un misterio cómo el bueno
de Pepe no se volatilizó allí dentro, quizá la
luz y el calor rebotaban sobre su piel nacarada y macilenta. Tanto
es así que al vernos regresar de la montaña, llamábamos
la atenci�n de los de casa y Pepe parecía Nosferatu rodeado
de pieles rojas. Y al compararlo con el rojo bermellón de nuestras
caras congestionadas, que parec�a que �bamos disfrazados de cerilla
encendida, su madre alarmada exclamaba ¡Hijo, dónde te
has metido!; de lo que no se daba cuenta es de que él había
vuelto tal como había ido. Éramos nosotros los que habíamos
cambiado y al vernos, nuestras propias madres se llevaban las manos
a la cabeza horrorizadas y ahora creo que no nos dieron de bofetadas
por temor a quemarse las manos con nuestra cara.
El hecho de acarrear la tienda era en sí mismo una ardua labor.
Todos en general éramos flacos de cuerpo y de fuerzas, que
no era aquella, época propicia para "Suaseneguers"
(ya sabéis quién digo), así que os podéis
imaginar que discutíamos por el privilegio de ser el primero
en llevar aquel armatoste que podría pesar la tercera parte
de uno de nosotros.
Entonces conocimos la ley de la relatividad, cuando a uno le tocaba
llevarlo, cinco minutos se le hacían una hora, pero cuando
otro lo llevaba media hora, todos los demás juraban que sólo
habían pasado cinco minutos. Así que esto contribuyó
en gran manera a incrementar la cordialidad y los buenos modales entre
nosotros. Por alguna razón de difícil explicación,
el dueño de la tienda solía llevarla encima mucho más
tiempo que los demás. Todos nos hacíamos los locos,
pareciéndonos unánimemente que la había llevado
demasiado poco tiempo.
- ¡Macho, a ver si me releváis un poco para llevar la
puta tienda! ¡Que os hacéis los locos una cosa mala!
- ¡Venga ya, hombre, si la acabas de coger y ya estás
llorando!
- ¡Una mierda!, llevo la mochila encima desde que era pequeño.
- ¡Tú lo que eres es un agonías!
- Ya, pero cogerme la tienda, que ya está bien.
Al final todos la llevamos un rato, pero con poco entusiasmo, no sé
si me explico...
Una noche sudando como pollos por la impermeabilidad del hule de la
tienda, nadie podía dormir y surgió el tema de cómo
íbamos a turnarnos para llevar la
tienda a la vuelta. Todos nos pusimos a silbar. "Con este calor
no se oye nada", dijo uno. ¿Con que no se oye, verdad?,
dijo el dueño. ¡Pues os vais todos a la mierda! ¡En
mi tienda no duerme ni dios! Y acto seguido le pegó tres patadas
a los vientos que la sujetaban y todo se vino abajo como un circo
que ha terminado la temporada.
En el fondo nos hizo un favor, pues afuera sentimos el dulce frescor
de la noche, nos arrebujamos en nuestros sacos de dormir y� ¡qu�
digo, sacos!, entonces nos daban por saco, pero de ahí a tenerlo
mediaba un abismo. Así que en realidad nos arrebujamos en nuestra
asquerosa manta de cuadros redondos e hicimos como que dormíamos.
A lo mejor incluso dormimos. Vete tú a saber.
Cuando nos fuimos, la tienda se quedó allí abandonada
por falta de acuerdo en el transporte. La opinión de la mayoría
no siempre prevalece. Todos menos uno estábamos de acuerdo
en que la tienda la debería llevar el dueño todo el
tiempo. Pero por alguna razón al dueño no le gustó
este acuerdo excesivamente y optó por dejarla allí mientras
nos llamaba cosas desagradables.
Estoy seguro de que alguien se sintió feliz al encontrársela,
hasta que la cogió en brazos... pero bueno, las felicidades
no suelen ser completas. Otra ventaja nada despreciable de la prohibición
actual de no cocinar en el campo es que ya no podemos hacer aquellos
guisotes horrorosos que eran moneda común entre nosotros; era
curioso comprobar cómo, después de pasar por nuestras
manos, los comestibles que llevábamos se convertían
en francamente incomibles.
Recuerdo que en una paellera ancha, pretendimos hacer unas legumbres,
que naturalmente, a nadie se le ocurrió poner en remojo la
noche anterior, y gracias a esta imprevisión conseguimos unos
balines estupendos, que habrían servido perfectamente para
cazar. Nuestro desconocimiento del arte culinario era perfecto y contribuía
en gran manera al resultado final; los saltamontes, que pululaban
por cientos, se unieron� al festín y se inmolaban alegremente
saltando al interior de la paella; allí soltaban un juguillo
y en seguida se ponían colorados probablemente avergonzados
por haberse tomado aquella libertad.
La verdad es que entonces no recibíamos cursillos de nada y
uno iba aprendiendo a base de dar tropezones y meter la pata constantemente.
Wonderful!
El tiempo que ahorrábamos desatendiendo el guisote lo empleábamos
en dar patadas como cafres a algún objeto vagamente parecido
a un balón. Improvisamos un campito y allí nos afanamos
en dar patadas a diestro y siniestro, siendo nuestro objetivo sacudirle
a la pelota sin importar dónde la mandábamos. ¡Qué
buenos futbolistas éramos!
En un lateral del campillo, un señor sin camiseta canturreaba
feliz y concentrado, se esmeraba en hacer una paella perfecta para
triunfar con la familia, pero de repente sin habérselo pedido
a los cielos y sin que mediara oración alguna, le llovió
de las alturas una pelota que teniendo todo el campo de alrededor
para aterrizar, fue a hacerlo justo en mitad de la paella, haciendo
un ancho cráter en aquel mar de arroz. �PLOF! El buen hombre
lejos de alegrarse por aquel regalo venido de las nubes, exclam� con
una cierta ira ���Me cago en "#@#&"!!!...
Cuando miró en derredor, sólo alcanzó a ver a
cierta distancia a unos muchachos que silbando, arrojaban piedrecitas
al río en actitud indolente como si no hubiesen hecho otra
cosa en las últimas dos horas.
El ejercicio nos había abierto el apetito y cuando intentamos
hincarle el diente a nuestro guisote particular, sólo pudimos
chupar las alubias-balines y arrojarlas al río a ver si los
peces las encontraban más apetitosas. El tocino entreverado
que habíamos echado estaba correoso y duro y pensamos que a
lo mejor era de jabalí. Además estaba tan salado que
se te saltaban las lágrimas con sólo mordisquearlo.
Sólo de ver la cara de mala leche que teníamos todos,
nos entraba la risa floja y acabábamos por los suelos retorciéndonos
de risa y sujetándonos el estómago vacío, harto
menguado por la ausencia de banquetes. ¡Qué risa, qué
hambre tengo! exclamó Pepe, que entre el calor de la tienda
y la ausencia de comida, comenzaba a delirar. La ocurrencia de Pepe
no quedó sin premio y para celebrarla y aunque no había
nubes, le arrojamos encima una lluvia de alubias duras como piedras.
No dejaba de sorprendernos que Pepe, cuya actividad era en todo similar
a la de las piedras que jalonaban el camino, pudiese tener hambre.
Seguramente sudar le abría el apetito.
Alguien sugirió que a lo mejor el hombre de la paella no estaba
por la labor de comérsela, por haber entrado en contacto con
un cuerpo extra�o que viniendo del cielo podría aportar virus
nefastos desconocidos. Y puestos a tirarla, nosotros le podíamos
hacer el favor de comérnosla por él, que nuestro apetito
no entendía de escrúpulos por una pelota más
o menos.
Pero ninguno tuvo la presencia de ánimo para hacerle esta proposición,
no fuera que nos relacionara con el desaguisado y se mosqueara más
de lo que ya estaba.
Otras cosas nos pasaron, pero bueno sólo sé que, desde
que prohibieron cocinar y hacer fuego, como mucho mejor.
Ernesto Medina (7 de marzo de 2006)
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