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Placeres serranos
o delicias cutres
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Solíamos subir a Navacerrada cuando estaban a punto de inventar
el coche, por lo que lo hac�amos en tren confortablemente api�ados
como en una boda de chinches. Después en Cercedilla cogíamos
el funicular y prolongábamos un rato más el deleite
de ir de pie, incómodos y cargados de tablas, bastones, macutos
y otras zarandajas, pero éramos jóvenes y bellos y aunque
en vez de botas llevábamos "botones", casi no lo
notábamos debido a nuestra juventud insultante. Digo esto porque
estaba de moda insultarse con frecuencia:
- ¡Tú, imbécil, a ver si dejas de meterme la tabla
por el ojo!
- ¡Tú, "desgraciao", no te recuestes en mí,
que no soy el muro de las lamentaciones!
- ¡"Hoder" macho, eres más fino que la piel
de una mierda!
(Esta expresi�n es particularmente grosera, pero la dejo, porque suprimiéndola
por escrito, no hago honor a la verdad).
En aquella época casi todos éramos pobretones de mierda,
bien por nacencia o por circunstancias circunstanciales, así
que sospecho yo que tratábamos de paliar esa pobreza con la
riqueza de nuestras expresiones, que además no nos costaban
dinero y era lo único que nos podíamos permitir derrochar.
Llegados a la estación, salíamos todos en tropel, atropellándonos
unos a otros con esa agradable sensación de pertenecer a un
rebaño. El trenecillo siempre iba rebosante de ganado, o sea
nosotros, y sólo nos faltaba ir sentados en el techo para parecernos
a esos autobuses tercermundistas. La compañía siempre
mantenía los vagones en un estado deplorable, fríos,
sucios, destartalados, pero lo hacía por nuestro bien, para
que nos fuésemos acostumbrando paulatinamente a los rigores
climáticos de las alturas. De este modo, siempre contábamos
con alguna ventanilla rota por donde penetraba un cuchillo de hielo
que nos cortaba las orejas. Yo tenía la ventaja de tenerlas
grandes y poder captar más cantidad de frío por el mismo
precio. Cuando llegábamos y gracias a nuestra carencia de gorro,
teníamos semicongelado el lado de la cara que había
estado más cerca de la ventanilla, como si estuviéramos
afectados de hemiplejia o así, de modo que nos costaba articular
las palabras:
- Ho-hola, ma-macho, ¡có-cómo est�s?
- Jo-jo-dido -decía el otro, que parecía que se reía
con el jo-jo.
Pero luego gracias a que no teníamos un puto duro para pagar
los remontes, los telesillas, etc. nos subíamos setenta veces
las pendientes de esquí cargados con las tablas, y bajábamos
por la pista en un minuto lo que nos había costado quince o
veinte subir andando y con el calor que generábamos nos sentíamos
en el trópico. O sea, que más que ir a esquiar lo que
hac�amos era ir a subir cuestas como imbéciles. Y cuando veíamos
a los afortunados que subían cómodamente sentados en
un telesilla, les mirábamos con ojos de compasión diciendo:
"pobrecillos, no saben lo que se pierden, nosotros nos entrenamos
mucho más que ellos". Estos comentarios parecen indicar
que nuestro coeficiente de inteligencia no era excesivo.
Sin embargo yo contaba con un equipo magnífico. Mi madre me
había hecho un anorak único en el mundo. Cogió
tela azul de unos monos de trabajo de mi padre e hizo una chaqueta,
luego compró una lámina de plástico y forró
por dentro toda la chaqueta, ¡ardua labor!. De este modo al
menor movimiento que yo hacía, el anorak respondía con
su voz de plástico nuevo, ¡craak, crok, catacrok!, y
me alegraba de saber que era el anorak el que crujía y no mis
huesos, de modo que después de estar todo el día con
este acompañamiento de orquesta, cuando me lo quitaba y ya
no lo oía, tenía la sensación de haberme quedado
sordo. Estas sutilezas y disfrutes les estaban vedados a los que teniendo
mucho dinero, disponían de anoraks espléndidos que ni
hacían ruido ni nada.
Mis tablas de esquí no le iban a la zaga a mi anorak. Eran
dos tablas magníficas, sobre todo para hacer fuego. Se las
había comprado a una antigua compañera de trabajo. Supongo
yo que harta de su buen rendimiento en la nieve, se dedicó
a buscar un primo a quien colocárselas. Como no tenían
revestimiento alguno de teflón (porque me parece que todav�a
no se hab�a inventado), ni de fibra, ni de plástico ni de "na",
su coeficiente de deslizamiento era prácticamente nulo, y por
lo tanto eran tremendamente seguras. Se agarraban a la nieve como
un oso polar con los dientes. "¡Hay que ver!"
decían mis amigos, "¡con lo poco que sabe
esquiar Ernesto, y nunca se cae...!", quizá ellos no sospechaban
que estaba prácticamente atornillado a la nieve con pernos
roscados de seis pulgadas. En realidad para deslizarme, casi me tenía
que tirar por un tubo vertical.
Harto de tanta velocidad, y careciendo de ceras deslizantes maravillosas
y dinero para adquirirlas, un día se me ocurrió untar
las tablas con jaboncillo de sastre que es el que utilizaban estos
profesionales para marcar las telas cuando le hicieron la chaqueta
a Gulliver. Parece mentira pero esta aplicaci�n obró maravillas,
pues incluso logré moverme con ellas. Sin embargo los récords
de velocidad de la época no llegaron a peligrar. No estando
yo acostumbrado a oír el viento silbando en mis sienes mientras
bajaba por la ladera al ritmo de una bicicleta de ruedas cuadradas,
el desplazamiento que logré gracias al jaboncillo, me pareció
un prodigio de dinamismo y era cosa de ver cómo doblaba las
rodillas y me echaba hacia delante poniendo cara de velocidad. ¡Dios
mío, cómo triunfo! debí pensar. En realidad,
sospecho que debía parecer un anuncio de cartón recortado,
plantado en la nieve para indicar dónde debían empezar
a practicar todos los "mantas" del reino.
A base de practicar intensamente llegué a rivalizar con cierta
ventaja con los caracoles del lugar. Emocionado por mis logros, me
aventuré a lanzarme por una cuestecilla de mierda, aunque en
realidad era de nieve, que a mi debió parecerme el colmo de
lo vertiginoso. No sé cómo lo logré, pero el
caso es que gracias a mi habilidad para frenar, hinqué el pico
lamentablemente, es decir, los extremos de las tablas se hincaron
en nieve blanda y profunda y quiso el destino que al irme yo hacia
delante con la inercia, no se troncharan mis rodillas sino
las tablas por la mitad. Agradecí entonces que mis tablas
estuvieran más secas que la momia de Tutankhamon, de lo contrario
me habría partido yo. Evidentemente las ataduras de los esquís
estaban diseñadas científicamente para que no se soltaran
aunque tirara de ellas Sansón, de este modo tenías garantizadas
unas ataduras nuevas y unas rodillas rotas. Recogí los restos
maltrechos de las tablas y en vez de hacer un fuego reconfortante
con ellas y calentar mis manos desguantadas, me fui con ellas (o sea
con las tablas) al albergue de Educación y Descanso y allí
me hicieron un trabajo fino de recomposición. Unieron los bordes
astillados de la tabla partida y los envolvieron con una hoja de lata
de algún bote de conservas, luego procedieron a un claveteado
primoroso de los bordes de la hoja de lata, utilizando un sinfín
de clavitos peque�os (esto es rigurosamente cierto). Una pequeña
obra de arte. Posteriormente yo lo pinté con esmero y un bote
de pintura.
Más tarde estas tablas me dieron triunfos (en mi imaginación)
y buenos ratos de esquí, logrando con mi aplicación
y esfuerzo subir del nivel de "francamente deplorable" a
otro superior de "sencillamente garrafal" y con el tiempo
y una dedicación absoluta logré superar para mi satisfacción
el listón de "inútil de solemnidad". Por eso
a partir de entonces me convertí en un as� jugando al peón.
Mis botas eran unos habitáculos enormes y deformes que me compré
en el Rastro. Debo reconocer que eran incómodas pero para compensar
eran horribles de feas. Mis pantalones eran mi orgullo, pues dentro
de mi conjunto desparejo, era lo único adquirido en tienda
de confección y no casero. Mucho tiempo después le comenté
a nuestro amigo Ángel, que mi pantalón estaba hecho
de "bellardina", que es una tela parecida a la gabardina.
Al decirle esto yo pensaba que iba a triunfar y a causar su admiración,
pero a él casi le dio un ataque de risa. Supongo que le sonó
como si estuvieran hechos de "gutapercha", una tela barnizada
con goma para hacerla impermeable y que debieron utilizar los seguidores
de Aníbal al cruzar los Alpes.
En definitiva, también se puede ser feliz sin dinero, pero
es más cansado.
Ernesto Medina (11 de enero de 2006)
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