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Día completo
y feliz
En la Pedriza de Manzanares
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Al final me decidí a subir al Cancho de los Muertos de La
Pedriza el domingo por la ma�ana día 26. Anteriormente nuestro
pequeño grupo de "escalatores romanos" se intercambio
algunos mensajes por correo electrónico en el sentido de que
la idea era quedar al atardecer en Canto Cochino y proseguir hasta
el Cancho de los Muertos donde se vivaquearía al raso con algún
saco de dormir, perspectiva agradable, dados los calores que abruman
en estos momentos la ciudad. Otra perspectiva no menos agradable es
que se prepararía una "queimada" a la gallega (aunque
yo no conozco ninguna otra "queimada") y a la mañana
siguiente estarían para subirse por las paredes que es lo que
querían. Se dejaba otra opción para los que no quisieran
pasar la noche al raso, instándoles a que fuesen el domingo
por la mañana e hiciesen sus pinitos en la pared. Por alguna
razón abstrusa yo no pensaba ir a pasar la noche, por más
que la perspectiva fuese tentadora. En fin, quizá otra vez.
Respecto al domingo propiamente, tenía la opción de
hacer una marcha de la Morcuera al Berrueco con el pequeño
grupo de Miguel (sobrino de Domingo) e ilustre doctor a ambos lados
del Manzanares. Decliné esta amable invitación y me
decidí por la escalada en el Cancho, por ser éstas menos
frecuentes que las salidas de marchas, siempre más habituales.
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Cancho de
los Muertos, dibujo de Domingo Pliego.
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Así pues, sin ningún aviso previo, decidí presentarme
el domingo por la mañana en el Cancho de los Muertos, lugar
de nombre misterioso y atractivas paredes. En previsión de
los calores, me había preparado un rico gazpacho en un termo,
un poco de jamón York y otras menudencias que siempre ayudan
a combatir la tristeza de un estómago vacío. Cuando
llegué a la entrada del parque de La Pedriza, no era muy temprano
pero tampoco muy tarde, sin embargo me encontré con una larga
cola de automóviles a la espera de poder entrar, pues el cupo
de vehículos ya estaba completo. Empezaba bien el día,
las perspectivas de entrar en el recinto del parque antes de una hora
eran nulas, pues dada la hora que era, todavía temprana, no
era nada probable que alguien saliera para que otro pudiera entrar,
condici�n indispensable para poder acceder al parque. Al cabo de un
ratito me di cuenta de que allí estaba perdiendo el tiempo
miserablemente, así que antes de irme, me aventuré a
preguntarle al que estaba delante de mi "Oiga, y si yo alego
que a m� me gusta La Pedriza mucho más que a la mayor�a, ¿me
dejarían pasar primero?" El individuo preguntado, me lanzó
una mirada escrutadora como diciendo: "¡Piérdete,
imbécil!", y eso fue lo que hice ¡me perdí!.
Pero primero giré sobre mis ruedas y me fui a El Tranco, por
parecerme que el camino de aproximación a Canto Cochino era
más corto y agradable. Cuando llegué a El Tranco, estaba
más lleno de coches que en el otro lado y no había manera
de aparcar, ni siquiera contraviniendo la ley. Entonces regresé
hacia Manzanares el Real y cuando encontré un espacio, ya muy
lejos de El Tranco, dejé el coche. Agarré la mochila
y todos los cachivaches de escalada y emprendí el camino, con
la ilusión de que una vez llegado, todos darían grandes
muestras de alegría al verme� vamos, digo yo.
Después de un agradable paseo bajo un sol de justicia, en el
que no sabía cómo tenía más calor, si
poniéndome el gorro o quitándomelo, me encontré
al fin cruzando el río por el puentecito de Canto Cochino.
Recordaba haber visto en el mapa (que sabiamente hab�a dejado en el
coche), que pasado el puente hab�a que girar a la izquierda y seguir
adelante, para más tarde girar a la derecha y arriba. Se ve
que yo entiendo, pero poco, aunque mi intención siempre es
buena. La verdad es que después del puente, no hay que girar
enseguida a la izquierda sino seguir un trecho no muy largo de frente
y luego suavemente girar a la izquierda pero oblicuamente en sentido
ascendente y más adelante a la derecha, tomando ya definitivamente
un camino pedregoso que no tiene pérdida. Pero de todo esto
me di cuenta a la vuelta.
Lo que yo hice fue girar a la izquierda nada más pasar el puente
y la pequeña rampa de piedras. Luego seguí un trecho
bastante largo en dirección hacia el río Manzanares
de modo que empecé a sospechar que me estaba yendo a la provincia
de al lado. Como la zona era muy boscosa no tenía la referencia
visual del Cancho. Empecé a ascender por un camino muy marcado
pero siempre arriba y a la izquierda con lo que me iba alejando del
Cancho de las Narices, digo de lo otro. A lo mejor acabaría
llegando pero en un circuito muy largo y no lo tenía nada seguro.
Así que cuando empezó a clarear y los árboles
cedieron su puesto a las jaras, vi el Cancho allá lejos a la
derecha, lo que no vi fue un camino, por tanto, harto de alejarme,
me metí de cabeza entre las jaras pensando que la línea
recta es la más corta... aunque en seguida me di cuenta de
que también puede ser la más complicada. El andar entre
jaras sin una senda entre ellas es horroroso, pues muchas ramas están
secas y arañan muy bien. Quiso la fortuna y mi sentido de la
oportunidad que aquel día llevase manga corta, cosa no habitual
en mí, pues por alguna raz�n no me gusta abrasarme los brazos
ni arañármelos. En esta ocasión conseguí
ambas cosas sin esforzarme, pues mi piel está lejos de competir
con la del jabalí. A veces la maraña era tan cerrada
que no tenía otra opción si no la de ir con la cabeza
por delante, embistiendo como un carnero. Menos mal que llevaba gorro.
Más arriba me encontré con una gran pared de roca, absolutamente
rodeada de jaras pringosas, y entre las jaras yo. "Como tenga
que volver por aquí, estoy apañado" pensaba yo.
Me senté y le di tres tientos al gazpacho, de modo que siendo
pequeño el termo, lo dejé temblando, pero es que en
aquel momento necesitaba un apoyo espiritual.
Luego seguí luchando con las jaras, pero ellas siempre ganaban.
Mi pantalón, de las muchas salidas y restregones que le doy
en el campo, empieza a tener una consistencia como de tela de araña,
y en seguida lo comprobé al ver un enorme siete que dejaba
mi rodilla derecha al aire, tenía además múltiples
erosiones y manchas del pringue aromático de las jaras, todo
lo cual combinado me daba un aspecto distinguido de Robinsón
Crusoe haciendo incursiones por la isla.
Logré al fin llegar a una zona más abierta y allá
al fondo vi que había una cordada de escaladores en una pared
del Cancho. "¡Qué alegría, son los nuestros!"
le dije a mi perra que no estaba. Sin embargo sus voces posiblemente
distorsionadas por la distancia no parecían las de ellos. Animado
por la creciente proximidad, se reforzó mi ánimo en
la lucha con las jaras y sus garfios emponzoñados y logré
avanzar otro trecho. De mi brazo izquierdo manaba la sangre, bueno
no manaba exactamente, pero ¿a que hace bonito? En realidad
tenía sangre pero poca, ya sabéis lo exagerados que
son los arañazos. Ya mucho más cerca, pude observar
que, o mucho habían cambiado o aquellos no eran los que yo
buscaba. Al día siguiente pude hablar con Luis y me dijo que
seguramente él no era, pues no había salido de casa.
A-no-na-da-do y perplejo estaba yo, pero ¿si ellos no están,
yo qué contra hago aquí? (Cuando digo contra quiero
decir lo otro). Llegué a pensar si en su afán de fundirse
con la naturaleza y mimetizarse con la roca, habían logrado
parecer invisibles a mis ojos, pero después de cavilar durante
hora y cuarto, consideré que esto era improbable.
Y este fue mi d�a completo y feliz, ningún objetivo cumplido.
Menos mal que a la vuelta di con el camino "de verdad" y
vi que así no ten�a mérito. Demasiado fácil.
Una pregunta me atosiga y me quita el sueño: �Ande andarán?
Ernesto Medina (26 de junio de 2005)
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