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     Crónicas de L'Ernexto  
   
Cueva de la Mora
Carta a Domingo Pliego tras una salida a la Cueva de la Mora (Pedriza de Manzanares)



Dear Domingo:

Ayer quedé a las diez en Canto Cochino con Luis y Marisa "Los Lázaro", Juan Ignacio con el que ya hemos quedado otras veces para escalar y que sabe de esto mucho más que nosotros, y con otros tres o cuatro chavales y chavalas todavía más jóvenes que nosotros que acabaron saliendo antes pues se hartaron de esperar a Carlos, otro del grupo que no acababa de llegar. A las 11.30 Carlos seguía sin llegar aunque por teléfono decía que estaba en camino. Después de esta espera más bien excesiva acabamos por marcharnos nosotros también.

Llegamos al Canchal de Peña Sirio donde estaban ya los chavales, pero decidimos seguir hasta Peña Sirio subiendo por un barranquito por el que debíamos trepar con pies y manos. Una vez en la base lateral de la peña , Luis manifestó una cierta desgana a subirse por allí pues él como yo nos movemos entre las ganas de subir y las ganas de no subir, es decir, somos un equilibrio perfecto entre el miedo y el valor.

Cueva de la Mora, dibujo de Domingo Pliego.
Así pues Juan Ignacio y Marisa, que son los "lanzaos", renunciaron a subir, o todos o ninguno. En consecuencia nos fuimos con la música a otra parte y seguimos subiendo por el callejón o barranquito lateral entre breñas y cascotes very gordos. Llegamos a un punto en el que no se podía progresar si no por una roca vertical de entre dos metros y medio y tres metros, con una gran grieta de 10 cms de ancha. Subió primero Juan Ignacio seguido de Marisa, leves destellos de luz nimbaban sus sienes, demostrando así su neta superioridad. Nos lanzaron una cuerda que nos ayudara a superar el primer paso, hecho lo cual ya encontramos un buen agarre. Subimos pues, Luis y yo sin problemas, si bien el fulgor de nuestras sienes era inferior en algunos luxes al de ellos. Desde allí proseguimos ascendiendo por una gran llambría con el apoyo psicológico de una cuerda que previamente había subido Marisa dando zapatetas por la placa.

Llegamos arriba a una especie de jardincillos amenos por los que transitamos placenteramente, aunque debíamos trepar y destrepar continuamente por grandes rocas que seguramente utilizaba el gigante Atlas para jugar a las tabas antes de que le condenaran a soportar el mundo sobre sus hombros. Era un recorrido divertido y variado con el que todos disfrutamos, pasamos entre dos grandes paredes de roca que formaban un pasillo cuyo punto más estrecho mediría 30 cms y tuvimos que ponernos de lado y casi conteniendo la respiración. De repente el corredor estrecho de altas paredes por el que avanzábamos apareció bloqueado por tremenda roca y parecía complicado superarla por arriba. Afortunadamente la roca estaba encajada sin llegar al suelo y quedaba espacio suficiente para, arrastrándose, pasar al otro lado cómodamente, dejándose la piel en el intento. Nuestro contacto íntimo con la tierra, casi mordiendo el polvo, nos hizo entender la humildad de la lombriz. Naturalmente había que despojarse previamente de la mochila, si no quería uno pasarse las vacaciones atascado en aquella roca. Fue gran suerte que nuestra claustrofobia fuese escasa.

En otro momento pasamos por una galería ascendente en penumbra, una especie de chimenea tortuosa con rocas entre medias para no aburrirnos, y allí pusimos a prueba nuestra elasticidad natural.

Luis llevaba una flamante camisa especial hecha de piel de plátano, que absorbe el sudor, se seca antes de mojarse, con ella se pueden hacer se�ales de humo y también cuenta con otras muchas y raras virtudes. Como resultado de estos avatares roqueros, su camisa especial con vistas al mar quedó hecha casi unos zorros para gran contento de su propietario, aunque siendo éste de natural sosegado y prudente en ningún momento manifestó su alegr�a con gritos de júbilo.

A mi camisa birriosa de quince pesetas no le pasó nada pues a mi no me gusta que se rompa.

Habiendo disfrutado cumplidamente de la zona, nos dirigimos a la izquierda hacia la Cueva de la Mora, o más bien Juan Ignacio se dirigió y nosotros le seguimos, que de igual modo nos podría haber llevado al huerto y de igual manera le hubiéramos seguido. Me refiero al Barranco de los Huertos, ¿qué creías pues?

Así que finalmente y después de algunas incertidumbres discretas, llegamos a la base de la pared de la Cueva de la Mora y allí sentados al amor de un arbolito -pues no hab�a mejores amores- y asentadas nuestras posaderas sobre mullidos cojines de piedra, repusimos frugalmente nuestras fuerzas y en nuestro yantar discreto echamos de menos las colas de langosta con mahonesa, las delicias de merluza y los profiteroles con chocolate. Con algo menos que esto nos conformamos, entre otras cosas porque nos hubiera dado igual no hacerlo.

Acto seguido nos vestimos de escaladores para impresionarnos mutuamente, pues quitando a una pareja que dormitaba plácidamente no había nadie más. Juan Ignacio se echó encima los quince kilos de herrajes que le son habituales. Llegado a este punto yo siempre me pregunto cómo logra vencer la atracción de la gravedad y despegar del suelo. La vía comenzaba justo a la entrada de un gran agujero en la pared que tendría como tres metros de fondo y dos metros de altura. Para más detalle te diré que su forma era cónica, o sea, ancho en la entrada y estrecho en el fondo. (Te digo esto íntimamente persuadido de que tales pormenores te importan tres narices.)

Inició Juan Ignacio su ascensi�n a la gloria, poniendo hábilmente empotradores o fisureros donde convenía y sin darse por ello ninguna importancia, siguiendo después con cintas express, unos veinte metros hasta llegar a un gran resalte o escalón vertical como de dos metros y medio, que superó gracioso y alado como si levitara, o al menos eso me pareció. Otros veinte metros más arriba había una reunión donde poder asegurarse y otros treinta por encima se abría la cueva de la Mora. Subió después Marisa, que yo creo que va tan sobrada que la próxima vez debería llevar un macuto relleno de llaves inglesas para que la cosa tenga más mérito, ¡qué bien sube! ¡qué asco! (en el buen sentido de la palabra, naturalmente).

Llegado mi turno, delegué amablemente en Luis la prioridad para subir, tratando de aplazar lo inaplazable, pero éste, con exquisita correcci�n y no menos amabilidad, rechaz� tal honor. Traté de superar el terror que me paralizaba (quiero decir mi leve inquietud) antes de subir. Por un momento pensé: " �Y si alego un ataque súbito de caspa?" Igual se apiadan de mí y me conceden una bula para no subir. Una voz interior me decía: ¡Pórtate como un hombre, coño, y no como lo que eres! ¡No quierooooooo!, gritaba yo sin pronunciar palabra, pero nadie me oía. Luego empecé a subir, pareciéndome que no era tan malo como imaginé. La roca aquí es distinta, no es tan lisa como en otras vías y se encuentran bastantes presas donde agarrarse. Cuando estoy en la pared mi mente se queda en blanco y apenas he empezado a subir ya estoy deseando llegar, entonces se me olvida la boca de estropajo y la tensión y me invade el júbilo... ¡Sí hombre sí, me invade el júbilo! �Leche!

Al llegar al gran escalón me abracé frenético a él como si pretendiera invitarlo a bailar. Por encima de mi cabeza emergía un gran saliente de piedra, como una gran seta o un estribo, que suponía una gran ayuda encaramándose a él con el codo. Una vez superado el escalón, ya ves por delante de ti y arriba, la reunión y eso te da ánimos. Un poco más y ya estás.Tengo la boca seca, ¡lástima no haya aquí un puesto de cervezas! Me aseguro a la chapa y me detengo unos instantes, la vista es magnífica con una panorámica extraordinaria de la Pedriza. Luego continúo subiendo otros veinte metros ya sin la seguridad de la cuerda hacia otra reunión muy cerca de la boca de la cueva, donde está Marisa. Espero que no me cobre la entrada.

En principio yo había pensado que la cueva era simplemente una depresión o pequeña oquedad de la pared, pero pude comprobar que tenía una profundidad de unos veinticinco metros por unos quince de ancho y una gran altura. A unos metros de la entrada había dos árboles, el de la izquierda era un tejo vivo y el de la derecha otro árbol completamente seco. El suelo estaba regado de excrementos de cabra salvaje lo que me hizo suponer que las cabras toman cursos clandestinos de escalada. Observé que a la derecha de la cueva según se mira desde fuera y después de bajar una llambría, había un camino inclinado y muy estrecho, casi una repisa, por donde forzosamente subirían las cabras pues no hay ningún otro acceso viable, incluso para ellas. Desde luego es menester estar como una cabra para andar por ahí. La ausencia de pinturas rupestres me confirmó que nuestros antepasados cavernícolas no estaban lo suficientemente locos como para subirse hasta aquí. Después descendimos directamente rapelando con una cuerda doble de sesenta metros.

Contagiado por la majestuosidad del panorama y en un momento de euforia llegué a la conclusión de que en realidad soy más valiente y listo que un caracol, lo que pasa es que buscando la comicidad, exagero un poco. ¿O no?

Ernesto Medina (14 de Mayo de 2005)


 
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