La idea de subir al Mulhacén (3.484 m, máxima altura
de la Península) cuajó un mes antes, al volver de
una excursión por Guadarrama.
Planificamos la subida desde Trévelez, pueblo alpujarreño
conocido por sus jamones serranos. Sabemos que va a ser dura, por
el desnivel y porque nos han dicho que hay mucha nieve.
En un principio íbamos a ser trece, pero lesiones de última
hora y asuntos personales hacen que vayamos ocho: Javier, Ana, Félix,
Pedro, David, Iñaki, Miguel y Fernando.
Hemos reservado para la primera noche en el hotel La Fragua (958.858.626)
y para la segunda en el refugio Poqueira (958.343.349).
10 de diciembre de 2004
Viajamos desde Madrid en tres coches, ya que Javier y Ana se quedarán
a esquiar, y para la vuelta necesitamos dos. Jaén, Granada,
Lanjarón, Pampaneira (pueblo tan bonito como su nombre) y
por último Trévelez (o Trevélez, que ambas
acentuaciones hemos visto).
Tras dejar todo en el hotel nos ponemos a buscar un restaurante
para cenar, y acabamos en un mesón típico. Lo que
nos sorprende nada más entrar es que la camarera sea polaca.
¿Qué hace una polaca en las alpujarras granaínas?
Menos mal que Félix, tan resabido él, habla polaco
perfectamente, y se entiende a las mil maravillas con la chica.
Pronuncia con recto acento, modulando, con pausa y exquisita entonación:
"Tra - er - tú - ja - món - más - por
- fa - vor", y así con todos los platos. Si no fuera
por él no habríamos cenado. Todo estaba muy rico.
Nos habían comentado que de Trévelez se puede ir
a la sierra por varias salidas, así que era mejor asegurar
que tomábamos la buena. Después de cenar damos un
paseíto y echamos un vistazo por el pueblo para que al día
siguiente no nos equivocáramos. Nos vamos a dormir pronto.
11 de diciembre de 2004
Nos levantamos a las seis, y media hora después estamos desayunando.
La idea era empezar a andar antes de las siete, todavía de
noche, pero entre que unos no acertaban a meter la cremallera de
la polaina, otros iban al aseo repetidas veces (miedo escénico)
y otros rehacían la mochila tres o cuatro veces, no salimos
hasta las siete y veinte, tras la foto de grupo de rigor.
El hotel está a 1.550 m (Trévelez es el pueblo más
alto de España), así que nos espera un subidón
de casi 2.000 m. Vamos con los frontales encendidos, siguiendo una
vereda que se adentra en el valle, dirección norte. Subida
desde el principio. En torno a las ocho ya hay suficiente claridad
como para apagar las linternitas. Un poco después nos sorprende
una vaca cruzada en el camino. Primero creemos que está dormida,
pero luego vemos que está muerta. Se habría despeñado
y dado un mal golpe. Nos impresiona un poco.
Seguimos subiendo, y en la cota 1.900m empieza a haber nieve. Un
rato después amanece y nos paramos para contemplar el sol
asomando por encima de las montañas. Precioso. Además
hace un día magnífico. A 2.200 m la nieve es ya tan
profunda que decidimos ponernos raquetas, para progresar mejor.
Para la mayoría es una experiencia nueva, pero Iñaki
las ha usado mucho, así que nos enseña todos los trucos,
especialmente que no se puede andar hacia atrás, porque te
caes. Alguno no hizo mucho caso y acabó con las posaderas
en la nieve. Es divertido esto de ir por nieve blanda y no hundirte.
Seguimos subiendo, entramos en el valle del río Culo de Perro
(vaya nombrecito) y llegamos a las palas más inclinadas,
antes del circo de Siete Lagunas. El grupo se disgrega un poco,
porque vamos a distintos ritmos, pero siempre manteniendo contacto
visual y reagrupándonos de vez en cuando. Por fin, tras bastantes
resoplidos, llegamos al circo, a 2.700m de altura, y vemos majestuosos
el Mulhacén de frente (oeste) y La Alcazaba un poco a la
derecha (noroeste). Un panorama fantástico.
Paramos unos minutos para comer. Vamos ya con bastante retraso respecto
al horario previsto porque la nieve nos ha hecho avanzar más
lento de lo que esperábamos.
Para subir a la cumbre no lo hacemos de forma directa, sino con
un pequeño rodeo por la Loma del Resuello, nombre que indica
bien lo empinada que está. Como hay piedras no del todo cubiertas
de nieve nos quitamos las raquetas, todos menos Iñaki. Subimos
despacio, zigzagueando y buscando las partes de menos nieve, excepto
el bilbaino, que de repente pone el turbo y paso a paso, por donde
hay más nieve, y buscando la máxima pendiente, nos
da una pasada de fórmula 1. ¡Qué máquina!
¡Cómo sube! Poco después los demás caemos
en la cuenta de nuestro error, y todos nos las volvemos a poner.
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Una vez en la cresta de la loma la inclinación se suaviza
y es un tramo largo y muy agradable para andar. Nos volvemos un
momento y vemos que el valle del que venimos se ha llenado de nubes,
por debajo de nosotros, así que contemplamos un magnífico
mar de nubes, efecto que siempre nos encanta: ver la capa de nubes
desde arriba, mientras nosotros tenemos un sol espléndido.
Javier va en esta parte un poco fastidiado, porque le duele el estómago.
Y lo mejor de esta molestia fue Ana, su mujer, que no sólo
subía como las gacelas, sino que no se cansaba de decir:
"Cari, ¿te llevo algo?", "¿Te llevo
el piolé o las cantimploras o los crampones?, Piru".
Los demás no salíamos de nuestro asombro.
Según nos acercamos a la cumbre empezamos a ver a nuestra
izquierda (oeste) el pico del Veleta, también precioso. Poco
antes de las cuatro de la tarde llegan Iñaki y David a la
cumbre (3.484 m), y minutos después los demás. Lo
hemos conseguido. Las panorámicas son fantásticas
hacia todos los lados. Además del mar de nubes del valle
por el que hemos subido, también hay otro por la parte norte
del Veleta, y sin embargo el valle por el que tenemos que bajar
está completamente limpio. (¿Habrá acabado
nuestro gafe de mal tiempo?).
En la cima hace un frío que pela, diez bajo cero marca el
termómetro, y además hace viento (en el Mulhacén
dicen que sólo un día cada seis o siete años
no hace viento, y nosotros no lo pillamos). Foto de grupo y empezamos
a bajar por la cara oeste, con el Veleta frente a nosotros. Es una
bajada larga, con la nieve también blanda por este lado.
Varios culazos sin mayor importancia.
Tenemos que tomar el cauce del río Mulhacén que nos
llevará, valle abajo, al refugio Poquiera. Antes de llegar
a la vaguada se pone el sol, por detrás de las montañas,
y asistimos a otro de esos momentos de una belleza que nos sobrecoge.
Aunque casi no paramos se nos echa la noche encima, y en torno a
las seis y media ya no se ve nada y encendemos de nuevo las linternas
frontales. Empieza a haber huella en la nieve, lo que nos ayuda,
así como el track del GPS de Fer. En una de las paraditas
que hacemos para reagruparnos y no perder a nadie por detrás,
Iñaki nos pide que apaguemos los frontales y guardemos silencio,
para "sentir" la noche. Es una quietud hondísima
y una oscuridad total. El cielo, salpicadísimo de estrellas.
Fantástico. ¡Qué sensaciones! Hay que estar
allí.
Volvemos a encender los frontales y seguimos valle abajo. Estamos
ya muy cansados, pero hay que continuar. A las ocho de la noche,
tras doce horas y media de caminata, llegamos al conocido refugio
Poqueira (2.500 m). Por fin. Estamos rotos, pero muy satisfechos.
El refu no está lleno. La treintena de montañeros
que hay ya están acabando de cenar. Nos dan habitación,
nos ponemos calzado cómodo, estiramos un poco los doloridos
músculos, y nos vamos a cenar, que estamos hambrientos. Como
entrante nos ponen una cremita de guisantes con picatostes, muy
caliente, que nos cae de maravilla. De primero, macarrones bolognesa,
que también nos zampamos. De segundo, albóndigas (o
almóndigas, que alguien nos recuerda que se puede decir de
ambas formas) con guarnición. Y de postre, melocotón
en almíbar. Todo buenísimo. Y es que cuando hay hambre...
Luego nos tomamos una infusión, para quedar totalmente ahítos.
Estamos contentísimos, y hablamos con excitación de
lo sucedido en la jornada. Todos coincidimos que la estrella de
la ruta ha sido Ana: era su primer tres mil, y se ha ganado por
méritos propios el adjetivo de "recia". No sólo
ha subido de maravilla, sino que además nos ha ido animando
a todos. Mil gracias, campeona.
La prueba de que estamos cansados como nunca es que decimos pocas
tonterías y parte del grupo se va a dormir muy pronto. Otros
nos quedamos al calorcito de la chimenea, que está encendida,
charlando un poco. Antes de las diez y media ya estábamos
todos en el sobre, bien tapaditos con todas las mantas que encontramos.
Sueño reparador.
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12 de diciembre de 2004
Creíamos que ya habían terminado las grandes emociones
del viaje, pero estábamos muy, muy equivocados. Desayunamos
a las siete y media, y al salir del refugio vemos que por la noche
ha helado y las escaleras de piedra de la entrada están perfectamente
cubiertas con un cristal de hielo. Miguel quiere probar el primero,
así que baja sin precaución y ¡zakaaah! se da
un costalazo perfecto clavando bien la columna vertebral en el canto
del escalón y emitiendo un grito al unísono. Todo
lo grande que es, por los suelos. Como Félix y Fer no lo
han visto bien, Pedro tiene un gran detalle con ellos, se acerca
raquetas en mano, baja los dos primeros escalones y ¡zakaaah!,
otro patinazo con el correspondiente hundimiento de vértebras
por golpe seco de escalón helado. El coxis casi se lo hace
puré. Los demás bajamos por el lado y con mil cuidados,
que dos bailarines en el grupo son más que suficiente.
Empezamos a andar, con raquetas desde el principio, subiendo dirección
sureste por la loma que separa el valle del río Mulhacén
con el de Trévelez. La nieve sigue blanda. Esta parte es
suave, y se anda sin dificultad. Al llegar a la parte más
alta, llamada el Alto del Chorrillo (2.755 m) alguien exclama: "¿Qué
es aquello? Allí al fondo, de color naranja. ¿Qué
es?" Nos fijamos bien y vemos que es el mar. ¡El mar
Mediterráneo! Anaranjado por el sol, bellísimo. El
espectáculo es colosal: las montañas llenas de nieve
y al fondo el mar, como un espejo. Nos quedamos boquiabiertos, disfrutando
del momento. Félix hace una de sus fotos artísticas.
Poco después llegamos al Mirador de Trévelez, una
peña desde la que se ve, al fondo del valle, el pueblo. Desde
este punto todo es bajar las largas laderas. Al principio vamos
andando, pero alguien sugiere que hagamos culo-esquí, así
que todos acabamos bajando como en toboganes. Y no sólo eso,
sino que la siguiente idea es hacer panza-esquí, de cabeza,
para disfrutar aún más. Bajamos como cabras, revolcándonos
por la nieve, que está maravillosa. El sol calienta y nos
hace todo aún más agradable. Nos sentimos como niños
haciendo una travesura sin que les vean los mayores. Divertidísimo.
Acaba la nieve blanda y nos quitamos las raquetas. Trévelez
se ve ya cerca. Un tramo más y entramos al pueblo por la
parte alta. Han sido cinco horas andando. En los coches nos ponemos
calzado cómodo y buscamos un sitio para comer. Mesón
Joaquín. Rico jamóncito serrano y otras viandas de
la zona. Charla amigable comentando toda la ruta. Nos despedimos
de Javier y Ana que se van a esquiar y los demás volvemos
a Madrid.
Para terminar
Esta ha sido quizá (o sin quizá) la ruta más
dura que hemos hecho en HC hasta la fecha. La nieve blanda ha aumentado
la dureza, pero ha añadido disfrute a la vez. La experiencia
de las raquetas nos ha gustado mucho. Repetiremos. El primer día
hicimos un subidón de casi dos mil metros de desnivel seguido
de una bajada de casi mil. Los paisajes, la nieve, el sol tan espléndido,
el mar al fondo, y el gran ambiente entre nosotros han hecho que
esta ruta no la vayamos a olvidar fácilmente. ¡Cómo
nos gusta esto de ir al monte!
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